Los sueños de los ciegos

Diego Alan González Guagnelli



Sentidos que se cierran con cerrojos, 
el tiempo con la luz color autista. 
Escucha las palabras de los cojos, 
interpretes del mundo, los solistas.

El cielo se alimenta con despojos, 
silencio acorralado en la mentira, 
la noche, la habitante de mis ojos. 
La vista va escapando de la vista.

El miedo de las sombras va cediendo. 
Escapan las siluetas al tener 
en cambio aquellos mágicos acentos.

Gozamos del eterno amanecer.
Los ojos los cambiamos por recuerdos: 
no vemos porque no queremos ver.

Al son del óbito

Gregorio Vázquez




La arena me rodea, bailando al son del aire, y entra en mis ojos. Me roba una lágrima de mi ocelo. Quizá lloro por la arena, quizá por la nostalgia. Continuo caminando, pero mis pies batallan, pues se hunden en el desierto que los rodea. El sábulo es iluminado desde lo alto. Todo a mi alrededor es blanco, pienso, todo… Sigo mi recorrido, admirando mi cuanto me rodea, aunque no hay nada; mas, precisamente en el vacío es donde radica la belleza del lugar: descansar de mi siglo, de la hipocresía humana, del terror y la violencia, de preguntarse por el misterio de mi existencia.
         Dios es un cabrón, un jodido robot que el hombre construyó a base de fantasías y anhelos, le platico al vasto mar seco. Sí, eso es. Le cuento esto porque él no sabe lo que yo viví, corre con esa suerte. Intento platicarle más; no puedo: me duele la cabeza, mi sangre la golpea con ritmo cronométrico. Esto me pasa porque el sol me calcina. Ardo, mis plantas se queman con cada paso que doy; sin embargo, mi piel se endurece por el frío, mi pecho tiembla. No tengo con qué cubrirme, pues mi vestimenta quedó junto con mi pasado: atrás. 
         Avanzo sin rumbo. ¿A dónde voy?, me pregunto. Soy un detective sin pista alguna y, peor aún, sin lugar donde buscarlas. No tengo miedo de perderme, pues sé que sobra espacio para no logralo. Intento recordar cómo llegué ahí en primer lugar, pero no puedo, no me viene a la memoria. Lo que sí recuerdo es la crueldad de donde provengo, el erotismo barato y malgastado de las mujeres, las falsas verdades de los gobernantes, y los rezos vanos de los encruzados. Todo lo recuerdo, pienso, pero no recuerdo si en verdad pasó.
         La arena me rodea, bailando al son del óbito, y continuo mi condena.

Dite

Misael Carbajal



Entramos al centro de la ciudad cuando apenas comenzaba a caer la tarde. En la anormalidad de las circunstancias, que comenzaban a tornarse comunes, nos acompañaba una caravana de periodistas nacionales, los comercios cerraban sus cortinas, se adherían personas al contingente, otras se iban. ¡Ah! cómo sonaban nuestras demandas cuando se tornaban gritos, y los gritos electrificaban las rodillas de los granaderos, tras sus barricadas de alambre, apenas a la distancia de una pedrada.
Mi hermano me advirtió sobre traer la .45 de papá. Le dije que no se preocupara. Todo el día en mi pantalón la había vuelto un ente cálido, confortante. Los celulares dejaron de funcionar, el eco del contingente no se callaba. Se fueron los periodistas, pero quién no habría de oírnos si éramos tantos. Marchábamos, y la polirritmia de nuestros pasos levantaba el polvo de las calles desérticas, vibraba en las fachadas agrietadas, en las cortinas metálicas, en los corazones henchidos de sangre hirviente. Fue cuando comenzaron a disparar.
Unos pocos respondieron al fuego; la mayoría corría, se arrastraba; llevé mi mano a la .45. Mi hermano gritó. “Vámonos, son muchos”. Nos abrimos paso hacia una calle secundaria, estrecha, indiferente, después a otra, y una más. Los disparos no cesaban, maldecíamos, al fondo se delataban las sombras de los soldados, las nubes lacrimógenas. La luz del crepúsculo nunca ilumina la calle. Y en una esquina, bajo el letrero luminoso de un café, una ráfaga me separó de mi hermano. Yo ya había cruzado, siempre fui mejor atleta, eso le molestaba; él no, se agazapó contra un edificio y me hizo señas, “nos vemos en la casa”. Gritó por última vez. Mi .45 estaba tibia, mas no era rival para las carabinas.
Me escondí, no tenía caso pelear así. Esperé el amanecer. Revisé mi cuerpo: tenía la camisa empapada de sangre, no sentí ninguna herida. Varias veces escuché los cascos de los soldados subir y bajar la calle. “Ya están muertos” sentenciaban. No tenían ni idea. Nos reagruparíamos. En la oscuridad de mi refugio, que era apenas un hueco entre dos edificios, planeaba el siguiente movimiento. Nos habían vencido; pero, no era el final, mi hermano y yo retomaríamos estas mismas calles. Las veríamos florecer, y marchitar cuando les llegara la hora.
No sé cuánto tiempo transcurrió. No sentía sed ni hambre; sin embargo, la incertidumbre me obligó a salir. Subí el cierre de la chamarra y traté disimular mi caminar nervioso. La calle bajaba ligera lejos del centro de la ciudad, arrebatada de autos, de personas; ahora sólo el brillo de las farolas la iluminaban débil y a media luz. 
          Ya polvorientas están las pancartas.
Oigo mis pasos sobre los adoquines viejos, el eco multiplicado en las paredes de cantera negra. Me pregunto dónde está mi hermano. No estoy solo. De reojo veo una figura, y la figura no corre ni se esmera por alcanzarme. Solo, me sigue a la distancia, y aun así, su respiración es una avalancha sobre mi nuca. Ya no miro los palacios, ahora, reino de las ratas, ni los blasones tintos en sangre seca recuerdan las marchas monocromas y su eco disidente, ya no entiendo el compás de mis pasos desbandados. Y si mi hermano estuviera muerto; si no lo encontrara al llegar a casa. ¿Qué le diré a mis padres? Llevo mi mano hasta la .45. Sólo tomará un momento. Y la figura sigue ahí como si nada, caminando con paso marcial, no importa que acelere mis pasos, todo el tiempo parece estar a la misma distancia; él y su carabina, larga, afilada. A lo lejos ya distingo una multitud, y en las ventanas de los edificios más próximos veo rostros de ancianos con mirada infantil. Nada es prístino, y no hay luna, sólo el cielo nublado, la noche apagada, los muebles enmohecidos en la calle, las paredes sucias de retablos inútiles, la quietud de una ciudad que no se mueve, que es de piedra, que es piedra el castillo, piedra el hueso y la carne.
La figura se ha ido. 
          Llego a la multitud que se ha reagrupado, busco a mi hermano entre ellos. No se mueven. Pernoctan mirando al cielo, como si esperaran el nacimiento de la luna.
           Mi .45 está fría, totalmente fría, y mi hermano es un recuerdo bajo un letrero iluminado, bajo el cielo purpúreo, y la multitud estática tiene muecas de dolor, y los disparos le peinaban la cara tendido sobre mí, y mis ojos no veían el cielo. Y ven el cielo, bajo el viento que desgasta lentamente la necrópolis.

Intoxicación


Madrid Pérez María del Pilar


Arranca las alas que nacen en mis manos,
y las bestias que arrastran mis pies.
Extravía por ahí el remolino de mi cabeza, 
Y la descolorida y fría piel.

Te regalo la víbora que vive en mi espalda,
Y la cuna que esconde mi torcida pelvis.
Llévate el insano y fracturado corazón,
Y la tormenta de mi insonora y cruel voz.

Sin embargo, déjame el alma 
que aún sigue creyendo en ti.











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