Gregorio Vázquez
La arena me rodea, bailando al son del aire, y entra en mis ojos. Me roba una lágrima de mi ocelo. Quizá lloro por la arena, quizá por la nostalgia. Continuo caminando, pero mis pies batallan, pues se hunden en el desierto que los rodea. El sábulo es iluminado desde lo alto. Todo a mi alrededor es blanco, pienso, todo… Sigo mi recorrido, admirando mi cuanto me rodea, aunque no hay nada; mas, precisamente en el vacío es donde radica la belleza del lugar: descansar de mi siglo, de la hipocresía humana, del terror y la violencia, de preguntarse por el misterio de mi existencia.
Dios es un cabrón, un jodido robot que el hombre construyó a base de fantasías y anhelos, le platico al vasto mar seco. Sí, eso es. Le cuento esto porque él no sabe lo que yo viví, corre con esa suerte. Intento platicarle más; no puedo: me duele la cabeza, mi sangre la golpea con ritmo cronométrico. Esto me pasa porque el sol me calcina. Ardo, mis plantas se queman con cada paso que doy; sin embargo, mi piel se endurece por el frío, mi pecho tiembla. No tengo con qué cubrirme, pues mi vestimenta quedó junto con mi pasado: atrás.
Avanzo sin rumbo. ¿A dónde voy?, me pregunto. Soy un detective sin pista alguna y, peor aún, sin lugar donde buscarlas. No tengo miedo de perderme, pues sé que sobra espacio para no logralo. Intento recordar cómo llegué ahí en primer lugar, pero no puedo, no me viene a la memoria. Lo que sí recuerdo es la crueldad de donde provengo, el erotismo barato y malgastado de las mujeres, las falsas verdades de los gobernantes, y los rezos vanos de los encruzados. Todo lo recuerdo, pienso, pero no recuerdo si en verdad pasó.
La arena me rodea, bailando al son del óbito, y continuo mi condena.
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