Modesta cena Decembrina


Guadalupe Cruz


En el momento que cruzó la puerta, un profundo olor a carne blanca le inundó la nariz. Era veinticuatro de Diciembre, así que él y su esposa cenarían algo especial, como lo hacían casi todos los años cuando el trabajo dejaba unas cuantas monedas más para adquirir uno bien gordo y saludable. En esas fechas lo único que se podía escuchar en las calles eran los villancicos, las canciones navideñas típicas y los autos que iban de un lado al otro de la ciudad para festejar con sus familiares. Pero en su casa las cosas no eran así. A su mujer le gustaba salirse ligeramente de lo tradicional por que ya le hastiaba oír lo mismo, así que tenía en el estéreo el disco de éxitos de José José.
          Él se aflojó la corbata para, posteriormente, deslizarla por su cuello y dejarla sobre el respaldo del sillón, luego colocó su portafolios en una silla y finalmente tomó asiento frente a la mesa. 
       Su mujer cocinaba como ninguna otra y tan solo de pensar en el platillo que le esperaba, se le hacía agua la boca. Todo un año comiendo simples piezas, flacas o muy gordas cuyo sabor se perdía entre los diferentes matices de las especias. Había ocasiones en que consideraba seriamente en volverse vegano y vivir saboreando tófu, pero siempre terminaba recordando su amor por la carne por muy corriente que ésta fuera. Su textura, cuando la masticaba, no se podía comparar con una hoja de lechuga, un pedazo de apio y mucho menos con una rodaja de jitomate o una zanahoria. Siempre era mejor la carne.
        La mesa estaba preparada elegantemente con los cubiertos de plata francesa, un obsequio  de bodas adquirido por parte de su cuñada; los platos, de porcelana fina y delicada, mientras que las copas de vino eran de cristal de Baccarat. 
           De una bolsa de papel estraza, Manuel sacó una botella de champagne y la colocó al centro.

—Ya casi termino, nada más le faltan unos minutitos— dijo su mujer asomando la cabeza por la puerta de la cocina. Sonreía satisfecha y orgullosa por sus dotes culinarios que no le fallaban esa noche.
—Que bien, que bien. ¿Lo preparaste como me gusta?
—¡Pues claro! A la naranja, no podía ser de otra manera.

La naranja con la carne blanca formaba la mezcla perfecta. Manuel esperó paciente tomando solamente agua en su copa. Poco a poco los aromas comenzaron a llenar la atmósfera. El profundo olor cítrico y dulce de la naranja era la nota predominante junto al ligero efluvio de la mantequilla, mientras que la pimienta, aunque de forma casi imperceptible, comenzaba a unirse en la mezcla de olores. 
         A Manuel le dio tanta hambre que parecía que no había probado alimento alguno dese hacía meses y eso que había desayunado copiosamente, como de costumbre; rechinó los dientes, aguantando el apetito y, cuando sentía la necesidad de comenzar a comerse el mantel, apareció Isabel con una bandeja de metal cubierta con su respectiva tapa. Ella dejó el platillo al lado de la botella de champagne y se sentó al lado de su marido. Manuel ya tenía los ojos desorbitados a causa del hambre pero no podía comenzar la comilona sin antes dar las gracias. Más que costumbre suya, era Isabel quien insistía en conservar esa costumbre y, si él no la respetaba, era seguro que no cenaría. De cualquier manera, se decidió a probar su suerte, estiró una mano hacia la tapa de metal y, cuando sus dedos estuvieron a nada de acariciarla, un manotazo lo hizo retroceder.

—¡Manuel! Hay que dar las gracias, caramba. 
—¡Pero ya me duele la panza, mujer!
—Pues te aguantas… a ver. Demos gracias al Señor por la cena tan deliciosa que he preparado, por el trabajo que nunca nos ha faltado y la gran dicha que reina en nuestro matrimonio. Demos gracias también…
—Ya, Isabel, el Señor sabe que le agradecemos eso y más.
—¡Déjame terminar!
—Oh pues…
—¿En qué estaba? ¡Ah si! Y demos gracias por este año más de vida, por que mi hermana salió de la correccional para mujeres y porque la vasectomía de Gerardo salió bien. Gracias Señor.
—Amén.

Terminadas las oraciones de la pareja, Isabel destapó el guisado. Entonces Manuel quedó maravillado por la visión tan perfecta que miraba. 
         Todo, en su totalidad, parecía estar pintado de dorado y brillaba por la mantequilla que lo cubría. Las rodajas de naranja adornaban desde un extremo al otro, una sobre la otra. Las hojas de laurel quedaban en el medio como un detalle soberbio y la bandeja estaba cubierta de salsa. Verlo, tan solo observarlo provocaba que se abriera un agujero enorme en el estómago.
          Isabel, con un femenino gesto de mano, le indicó a su marido que comenzara. Él, sin quitarle los ojos al guisado, tomó el cuchillo y le cortó una pierna. Era la parte que más le gustaba, así que la colocó delicadamente sobre su plato, tomó tenedor y cuchillo, y rebanó un pedazo de aquella carne blanca y suave. Manuel se remojó los labios con la lengua y abrió la boca para dar entrada al primer bocado.
           La textura fina fue lo primero que tocaron sus papilas gustativas. Masticó un poco. Sabía agridulce, un poco salado. La carne misma tenía un característico sabor a leche, después de todo, con eso se les alimentaba los primeros meses. 
           Manuel soltó un gemido placentero y cerró los ojos para sumergirse un poco más en los sabores. Cuando los abrió, miró a Isabel y deslizó su mano encima de la de ella. 

—Mi vida, este niño te salió mucho mejor que el del año pasado.


¿Te gustó?


Si es así, te invito a que leas Una Modesta Proposición de Jonathan Swift, ensayo satírico que tomé como inspiración para escribir este cuento. 


2 comentarios:

  1. Está increíble tu texto, Lupita. Muchas felicidades. Me encantó. Y sí, ese ensayo es maravilloso. Se acerca diciembre...

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  2. Ya hay que poner las velas y preparar la cena que todos queremos cenar un montón.

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