Juan Rivera
Amadeo sube al auto con ínfulas de millonario; el interior está impecable: los asientos de piel relucientes y los acabados en caoba lustrosos. Enciende el motor. Mientras cumple con el tiempo de cortesía para que la máquina se temple, elige una música tranquila en el estéreo y abrocha su cinturón de seguridad.
Desciende los cinco niveles del estacionamiento; en el trayecto hacia la salida, comprueba que ningún auto supera en lujo o en diseño al que conduce: tiene la carrocería pulida, los rines cromados y, además, el olor a nuevo, a fábrica, a dinero. Amadeo consigue escapar del laberinto de concreto y se incorpora a una gran avenida. El tráfico es pesado. Pronto se da cuenta de que todos a su alrededor llevan prisa, por eso hacen sonar sus bocinas y se pelean con los semáforos. En cambio, Amadeo conduce plácidamente: puede ceder el paso una y otra vez con tal de que el aire acondicionado sople a su favor.
A lo largo de la avenida se extiende la mayor y mejor colección de tiendas de la ciudad. La circulación lenta obliga a los conductores a voltear hacia los aparadores de los comercios elegantes, a los que sólo una capa finísima de la población puede acceder. Amadeo mira las tiendas por el rabillo del ojo, menospreciándolas, riéndose de la moda que le parece tan atrasada. Las personas que lo observan le tienen envidia; saben que como Amadeo existen miles: hombres que se sienten mejores, que se aprovechan de la gente, que probablemente roban.
Gira el volante para tomar el retorno de siempre. Avanza unos metros antes de detener el auto frente a un restaurante de primera. Amadeo apaga la música y el aire acondicionado y desciende de inmediato. Sostiene la puerta para que suba el legítimo dueño, quien, molesto de aguardar, no le suelta un peso de propina.
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Puedes encontrar publicado este cuento de Juan Rivera en la Gaceta #3 de Lammadame.
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