Dieguito


Abraham Miguel Domínguez



En la casa, me asustaban muchas cosas, pero sobre todo Diego. De hecho, hubo una temporada en que me lo encontraba por todas partes. Mi madre, siempre distraída y deprimida, se encargaba de ponérmelo enfrente. Podía estar en su recámara, tranquilo, sin que le diera la luz, o bien, en mi buró. Era ahí donde más terror me daba, porque podía despertar a la media noche y verlo ahí, quieto, en la misma posición, con sus ojos-no-ojos penetrantes que jamás habían visto la luz.
              Muchas veces le dije a mi mamá que mejor se quedara con él. Pero ella, en esa temporada, casi no escuchaba. Salía a trabajar y regresaba cansada y muy noche. Entonces viví muchos años temiéndole a Diego. Un día, recuerdo, le pegué con una pelota mientras jugaba en mi recámara. Se dio un trancazo en el piso pero no le pasó nada. Fui, lo levanté con terror y traté de examinarlo para ver si había sufrido un daño. Todo parecía estar bien, desgraciadamente.
            Cuando nos mudamos, pensé que era el momento perfecto de deshacernos de Diego. Un día, mientras ella empacaba, lo escondí. Sabía que no gritaría. Sabía que su boca estaba pegada y que nunca había pronunciado vocal alguna. Lo metí en una de las bolsas que, según yo, irían a la basura. ¡Qué alegría sentí! Era mi victoria personal, al fin me había deshecho de él. Sin embargo, cuando mi madre quiso abrazarlo y darle la bendición, como todas las noches, y no lo encontró, se puso como loca. Fue por mí, me sacudió, me llamó diablo y que no la amaba. Recuerdo que me clavó las uñas en el brazo y me dio cachetadas que aún hoy en día me siguen doliendo. Tenía lágrimas en los labios y sin más opción, le dije en dónde estaba. 
             Diego regresó  a nuestras vidas. Mamá a fuerza quería que yo conviviera con él, que le hablara más, que incluso lo hiciera partícipe de mis juegos. 

             —A los dos los amo por igual —me dijo en una ocasión.

             Finalmente nos mudamos y Diego se adueñó de todo un cuarto para él solo. Mamá me dijo que él necesitaba su espacio también. Yo accedí con tal de que no tuviera que compartir mi recámara. 

          Poco a poco, cosas extrañas comenzaron a pasar. En las noches se escuchaban ruidos, pasos, como de niños corriendo, y risitas. Sentía miedo y mi mamá no me creía. Tenía que ser mi hermano. Una noche alguien me mordió el dedo gordo del pie mientras dormía. Esa vez grité y mamá acudió a ayudarme. Le juré que había sido Diego, porque ¿quién más si no él?
         De nuevo me llamó mentiroso y maldito. Fue en esa ocasión que una fuerza inexplicable se apoderó de mí. Desconocí  a mi madre y me dieron ganas de matarla, por imbécil, por retardada, por vieja loca. Tal vez yo dejaba de ser niño y me convertía, en ese momento, en hombre. 
             Salté de mi cama y fui al cuarto de Diego. Era de madrugada y no me importó. Lo agarré y lo llevé enfrente de mi mamá. Vi su cara de horror cuando se dio cuenta de la brusquedad con la que lo trataba. Lo agité tanto que se le formaron burbujas. Él, inmóvil, con su cara de muerto, su boca-no-boca y sus ojos-no-ojos, no dijo nada. Claro que nunca diría nada. 
             Con un arranque de furia lo dejé caer al piso. El frasco se rompió. Mamá explotó en llanto y fue a levantarlo. Diego yacía ahí, en medio de líquido y cristales. Mi hermano, que nunca logró vivir bien un día más que en el vientre de mi madre, ahora conocía el mundo, el nuestro.
             Mamá tomó a Diego, su Dieguito, y se lo pasó por las mejillas, como queriéndolo revivir. 
             A mí la imagen me sigue dando asco.


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Esta obra es un tributo a la escritora jalisciense Guadalupe Dueñas y su cuento Historia de Mariquita. Te invitamos a que la leas.

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