Schlomo Cabrera Ballin
Gabriel todavía recuerda. Estaba nublado. Café. Azul. Llanto y gritos. El espejo lo ve. Observa y lo copia: pelo negro, ojos grandes, lentes y una enorme maleta.
—No te vayas —. Silencio. Nada. Gabriel espera. No dice nada. Sube al taxi. No se despide. Se va. Se va para siempre. Ella llora. Rosario. Su madre. Entra a la casa. Se ve en el espejo, el mismo. Se observa: pelo negro y largo; ojos grandes y lentes. Un cigarro. Una cajetilla. Cenizas y lamentos. Rosario ve al cielo. Escucha ese avión y no puede evitar pensar que su hijo se ha ido.
Rosario intentó ahogarse. No pudo con alcohol. Intentó ahorcarse. No pudo con cigarros. No pudo alejar el recuerdo de Gabriel. No pudo matarse. No pudo ayudarse. Estaba sola y a nadie le importaba. Así lo quería ver. Fernanda la visitaba cada semana. No era suficiente. Sólo una sobrina. Necesitaba a Gabriel, a su hijo mayor, el hijo que quedaba. Daniel, su nuevo esposo: alto, pelo negro, ojos grandes, lentes y un estetoscopio, no podía alegrarla. Estaba desesperado. La amaba; sólo fue una excusa para llenar el vacío que él dejó. Gabriel. Rosario se preguntaba qué hacer para llamar la atención de su hijo: Navaja, muñeca y sangre. Primer intento. Año uno. Sin éxito. Pastillas, licor y vómito. Quinto intento. Sin éxito. Matrimonio. Sin éxito. Apuestas, ganancia y suerte. Año cinco. Sin éxito. Hoteles, dinero y sexo. Doceavo intento. Sin éxito. Sauna, accidente y muerte. Año ocho. Éxito. Nadie lo esperaba; sabían que pasaría. Ese día Daniel salió. Se acuesta con la secretaria. Daniel sigue amando a Rosario. Rosario es fría. Una tabla rígida. Rosario no siente. Rosario no coge. Piensa en Gabriel mientras Daniel está dentro de ella. El recuerdo la consuela, lo siente cerca. No lo soporta. Da todo y recibe polvo a cambio. Ya ni siquiera vive en la misma casa donde Gabriel nació. Necesita cariño. Necesita amor. Se coge a la secretaria. Veintidós años. 1990. Buena cosecha. Piernas, cabello y tetas. Daniel llora, acelera, se viene. Se viene en la cara de la que al día siguiente consiguió un aumento y dos semanas extra de vacaciones. Rosario estaba sola en casa. Coca, café y cigarros: desayuno de campeones. Se quita la ropa. Cuarto de Gabriel. Desnuda. La cama. Labios mayores, menores y dedos. Su imagen. Gabriel. Orgasmo, suciedad y culpa.
Sauna. Puertas con seguro. Muerte.
Ni una llamada. Ni una visita. Desconectado del mundo, de su madre; desconectado de su pasado, de su familia. Gabriel vive como nunca vivió a su lado. Feliz. Feliz desde que puso el pie en el taxi que lo alejó de ella y de su enorme casa. Suena el teléfono. Contesta:
— ¿Bueno?, ¿quién habla?
— ¿Gabriel? Soy yo, Fer, Fernanda —. Ruido, Pasado y fantasmas. Recuerdos de la infancia: vestido de verano y dos colas. Ojos. Verdes. Columpio y juegos; aire y calzones.
—Tengo algo que decirte.
Rosario lo sabía. Estaba sucia. Todavía percibía el olor, el de su cama. Ya no huele a él. Ella no lo sabe. Ha esperado desde su partida para ese momento. El momento no llega. Nervios. Expectativa. ¿Qué hago? ¿Vendrá a verme? Se veía al espejo. Agua. Manos. Cara. Es refrescante. Entra en el sauna. Su reflejo se pierde. Vapor.
— ¿Sigues ahí? —Ausencia. Ya le dijo. Espera. Gabriel no habla, reacciona. Malas noticias. Fernanda llora. Gabriel calla. La calla. Hombros tensos. Manos tremolares. Boca seca y sabor a vómito. Visión nublada, comprometida. Late, latido y nada.
— ¿Qué dijiste? —Se rompe el silencio.
—Se murió, Gabriel, tu mamá se murió.
Rosario respira. Profundamente. Trata. Es difícil, hace calor. Las ventanas están cerradas y las perillas de las puertas queman. Piensa de nuevo. Quiere salir. No puede. Seguros. Realmente quiere salir; si no sale pronto morirá. Golpea la puerta. Se retracta. Nadie escucha. Gabriel no vendrá. Está muy lejos. Sigue golpeando... nada. Silencio. Nada. Grita:
— ¡Gabriel! ¡Daniel! —. No pasa nada. Nadie escucha. Cae. Así lo quería; ya no. Aliento, insuficiencia y piso. Frío, calor y muerte.
— ¿Quién te dio mi teléfono? —Enojo. Furia. Espacio.
— ¿Y tú, quién diablos te crees que eres? Eres un idiota, te acabo de decir dos veces que tu madre murió y lo único que puedes escupir es: “¿Quién te dio mi teléfono?” Vete al carajo, Gabriel.
Al día siguiente, encontraron a Rosario. Seca. Evaporada. Con una cara de desesperación. Tristeza. Él no llegó. No tenía idea; no le importaba. Luto. Duelo. Llamadas sin respuesta. ¿Dónde está Gabriel? Nadie sabía. Daniel de negro. Fernanda de negro. Funeral sin él… y a él sigue sin importarle.
— ¿Quién te dio mi teléfono, Fernanda?
—Héctor, Héctor me lo dio, él también está preocupado por ti. Trata de entendernos —. Tensión. Gritos ahogados. Pasado. Presente.
—Te fuiste sin decir nada, nos dejaste a todos, me dejaste a mí. Mataste a tu madre. La mataste de tristeza. —. Pausa. Larga.
— ¿Cuándo es el funeral?
—Fue hace una semana. No te pudimos localizar. Tu madre te dejó todo. Por cierto: felicidades.
Vuelo. Seis Horas. Gabriel mira por la ventanilla. Aburrimiento. Carne fría, mantequilla y pan. Asco. Aterrizaje. Filas, espera. Desde que bajó del avión no pudo evitar notarlo. Gris. Sorpresa. No recordaba la ciudad tan artificial, tan insípida. Antes todo tenía más color. Las impresiones del pasado se han ido. Miedo. Miedo de no ver colores otra vez. En la calle, en el cielo. Ciudad de México: Tacos y cacas; piratas y perros. ¿Cómo seguir cuando no puedo ver el camino? Derecho. Sobre la gente. Sobre el pasado. Gris. Chocaré. Caeré. A Gabriel le gusta el gris, con el tono adecuado combina con todo. Qué gris es la ciudad de México. La última vez que estuvo en casa de su madre tenía 18 años. De saber que esa sería la última vez que la vería, la habría visitado. No es cierto. Mentira. No hubiera regresado. Pero regresó y ahora se quedará. La casa es grande. Su pasado… mayor. Fernanda le dijo que tenía que reunirse con Daniel.
— ¿Quién es Daniel?
La reunión con Fernanda no lo dejaba dormir. La ama. Soñó con ella ocho años. La vería de nuevo. 08:16 am. Faltan catorce minutos. Sale del hotel. No quiere llegar tarde. No quiere hacerla esperar. Está sentada a la mesa, tomando café americano, su favorito. Es hermosa. Su cabello ahora es corto. Elegante. La ve. Lo abraza. Se ven a los ojos, se acerca a ella. Nariz con Nariz. Su corazón se acelera. Tensión. Fernanda no la aguanta, se separa de Gabriel. Recuerda cuando salían los tres juntos. Es difícil. Hablan del pasado, del tiempo que estuvieron separados. No hablan de él. Fernanda le ofrece ayuda. Papeleo. Los trámites nunca fueron el fuerte de Gabriel.
— ¿Qué harás con la casa?
—Me quedaré con ella.
— ¿Eso significa que te quedarás? ¿Vivirás aquí?
—Sí —. Fernanda sonrío. Estaba feliz.
— ¿Sabes? Visité a mi tía cada semana, para que no se sintiera sola—. Indiferencia.
—Todos los papeles están en orden. Mi tía lo dejó todo arreglado… desde que te fuiste —. Ausencia. Incomodidad.
—Era lo menos que podía arreglar; después de todo lo que rompió —. Duda. Fernanda no aguantó las ganas de preguntar. Tenía que saber:
— ¿Qué hizo mi tía para que la dejaras?
—No tienes idea. Pero no quiero hablar de eso.
—Pero… —Interrupción.
—Te dije que no quiero hablar de eso —. Siguen con la conversación. Desayunan. Ríen. Fernanda le da instrucciones de reunirse con Daniel para que le entregue las llaves. El re-encuentro fue bueno. Excitante. Gabriel no puede evitar pensar que sigue sintiendo cosas por ella, pero el anillo en su anular. El anillo en su anular.
Daniel espera. Tiene que conocer al bastardo que arruinó su matrimonio. El amor verdadero de su verdadero amor. Tocan a su puerta. Se acerca el encuentro no esperado.
— ¿Por qué me haces esto, Rosario?
Abre la puerta. Él está ahí. La viva imagen de su madre. Silencio prolongado. Incómodo. Saludos. Apretón de manos. Se sientan en la sala.
— ¿Un whiskey?
— ¿Tienes cerveza? —. Sonrisa. Fraternidad.
—No preguntes dos veces. ¿Oscura? ¿Clara?
—Sorpréndeme —. La casa es grande. Clara. Entra mucha luz. La cerveza oscura. La tensión se disipó. Platican de hobbies. Platican de Jazz. El padre que nunca tuvo. Beben. Mucho y de todo. Ven a Rosario en el otro. Beben más. Daniel se ofrece a llevar a Gabriel a su nueva vieja casa. Le da las llaves. Tráfico. Quince minutos. Casa. Puerta. Entran. Gabriel observa. Era la misma casa donde creció. Así parecía. No entendía cómo pudo vivir tanto tiempo ahí. Sola. Recorrió el pasillo sin ver. Llegó a su habitación. Estaba como la dejó. Los viejos pósters en la pared, los cómics en el librero. Pero algo estaba mal. El cuarto olía a su madre. Olía a vagina. Todo y cada parte de él. Las sábanas, la cama, las fotos. Los dos lo sabían. Se rompió el lazo. Demasiada enfermedad. Demasiada locura. Sólo vagina. Sólo Rosario. Gabriel no lo ignoraba. Daniel no lo soportó. Olía a la amada. Olía a la madre. Pero no olía por Daniel. La madre lloraba a Gabriel. La amada lloraba a su hijo. Lo deseaba. Demencia. Puño. Golpe. Sangre. Gritos. Cara.
—Yo la amaba, cabrón y la enferma sólo te quería a ti, te deseaba sólo a ti—. Puño. Golpe. Sangre. Gritos. Besos. Lágrimas. Botón, botón, botón. Daniel. Besó su pecho. Gabriel gemía. Quería más. Lenguas. Penes. Sexo, llanto y lujuria. Vacío. Se necesitaban para olvidar a la madre. Olvidar a la prima. Olvidar a la amada. Olvidar a la esposa.
Daniel se fue. Día soleado. Gabriel lo acompañó a la puerta. Café en mano. Sube al carro. Beso. Se despide. Sonrisas. Cierra a la puerta. Pasillo. Espejo. El mismo. Se ve en él: pelo negro, ojos grandes, lentes y una sonrisa. Gabriel pasó todo el primer mes en la cama con Fernanda. Recibiendo visitas indeseadas. Antiguas amigas de su madre, compañeros de trabajo, familiares y uno que otro testigo de jehová. Pero no fue hasta la mañana en que lo volvió a ver, que sintió que podía comenzar de nuevo.