Dinner at Tiffanys



Andrea Calderón




La recuerdo ahí, sentada en el borde de la ventana, tratando de evadir las pláticas de los demás invitados. Las flores de su vestido blanco se alegraban de ceñir su figura. Al acercarme, sus ojos de miel se clavaron en mí, y ante la longitud de sus pestañas quedé petrificado. ¿Era posible toda esa belleza en un solo cuerpo? Parecía como si ella hubiera robado el encanto de las personas a su alrededor. Acomodó sus guantes; cubrían perfectamente sus brazos. Noté el peinado recogido, esa pequeña oreja con diamantes. Sus movimientos eran delicados, como los de un gato que observa un pájaro antes de cazarlo. Entonces me acerqué, y no bastó una sola palabra para saber que se sentía asfixiada y que quería huir de ahí inmediatamente.

—¿Quieres salir de aquí?

—Quiero comer algo.

Dio un salto rápido para ponerse de pie y me dispuse a seguirla entre la gente, que soltaba estridentes carcajadas y bebía; vi el moño de la parte trasera de su vestido: imaginé que, con un simple movimiento, podría desanudarlo, quitar la envoltura y ver el regalo que había dentro. 

No caminamos más de una cuadra para llegar a una cafetería; sus tacones pisaban una tras otra las losetas blancas y negras del piso. Cuando quedó sentada frente a mí, no dejé de observar su cara: el fleco de lado tapaba la mitad de su frente y una ceja, que quería esconder algo; mientras la otra, me seducía: era  quizá lo arqueado, el grosor de su nacimiento que hacia el final se desvanecía. Y sus ojos, el único lugar que mostraba lo inseguro de su personalidad, estaban inundados de miedo debajo del maquillaje. Seguí navegando con mi mirada hasta llegar a su nariz, pequeña y perfilada; después,  a esos labios rojos, delgados, que difíciles me regalaban palabra alguna. Perdido entonces en las calles de su rostro, dijo que quería una hamburguesa y una coca; yo sólo pedí  un expresso.

—Gracias —le dije al mesero cuando trajo mi café. La taza tenía una mancha de labial en la orilla y, antes de poder reclamar, ella preguntó mi nombre.  

—Xavier, ¿y tú?  —En eso, llegó la hamburguesa.

—¡Qué rico! Moría de hambre. Hace tres días que no como —dijo después de quitarse los guantes.  Agarró con una mano su hamburguesa y comenzó a tragarla; las mordidas provocaban que los aderezos se exprimieran y mancharan su vestido; la carne estaba a punto de resbalarse y, con la otra mano, bebía grandes tragos de refresco. Sus cachetes se expandían como los de un hámster. El caldo amarillento caía al plato y lo coloreaba grotesco. No cerraba la boca para masticar y hablaba (más bien, balbuceaba) con comida dentro.
—Sí  que tenías hambre.

—Mmm… —eructó, el olor de cebolla y pepinillos llegó hasta mi nariz; la mayonesa cubría las costuras de su boca. Tomé mi servilleta, estiré la mano y la pasé por encima de sus labios. Sonrió.
           
—¿Por qué no has comido en tres días?

        —De alguna manera tenía que caber en este vestido, ¿no? —La masilla entre sus dientes parecía hablar por sí sola. Terminó de comer, se levantó y fue hacia el baño, que quedaba justo a mis espaldas. Regresó cinco minutos después y volvió a sentarse. Mi mirada quedó inmóvil al notar que su vestido de nuevo estaba impecable y su cabello, perfecto. Ante mi sorpresa dijo:

—Holly —Pasó la lengua entre sus dientes para quitarse los restos de comida—. Así me llamo…


1 comentarios:

  1. Me gusta mucho el ritmo con el que escribes. Escuché tu narración con voz masculina, aunque delicada. Mientras leía, según como habías descrito a Holly, se me hizo un poco tosco el que hayas utilizado una hamburguesa como alimento, hasta que terminé de leer y entendí como se desenvolvía la escena.
    Como no se si esto tiene continuación, lo considero como un final abierto y me dio la impresión por su notable perfeccionismo, complejo corporal y sintomatologías obsesivas compulsivas, que esta mujer es bulímica. ¿Estoy acertando, o estoy agregando un plus a su personalidad?

    En general me gustó todo. Los sigo y leeré más de seguido :D

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