Juan Carlos Calvillo
«La propuesta es la siguiente», decía la carta.
El abogado aguardaba con los brazos cruzados a que la pareja leyera el papel que recién les había entregado.
«Ustedes, a pocos meses de haberse casado, tienen por delante un futuro al que yo no puedo aspirar. Vinieron en busca de un hogar, una morada, pero no tienen los recursos suficientes para costear una casa. Lo que propongo, pues, es simple», continuaba la carta. «Esta casa será suya sin costo económico alguno si acuerdan con mi abogado, el Sr. Goya, allí presente, aceptar una única condición.»
La mujer levantó la mirada del papel. El hombre siguió leyendo en voz alta.
«Por espacio de un mes no habrán de salir de la casa o establecer contacto alguno con el exterior.»
—Pero… pero ¿cómo? —preguntó la mujer.
—Continúe leyendo —dijo el abogado con el mismo tono inmutable en la voz con el que poco antes les había mostrado el ala principal de la casa.
«Por sus empleos no deben de preocuparse. Al cabo de un mes no sólo cada pared de la casa tendrá escrito su nombre, sino que también, por intercesión de mi abogado allí presente, me ocuparé de que jamás vuelvan a angustiarse por cuestiones financieras.»
Marido y mujer se miraron mutuamente, habiéndoles arrebatado toda palabra la más absoluta incredulidad. Ambos reconocieron una vena de inquietud, un resabio de miedo en los ojos del otro, sin duda a causa de aquella condición que a todas luces parecía tan extraña. Y, sin embargo, la casa les había fascinado; era imponente y espaciosa, y si bien la mujer había notado que el inmueble le parecía tener rincones demasiado oscuros y lúgubres para su gusto, la generosidad de aquel viejo anónimo, el autor de la carta y dueño de la mansión, les tendía una oportunidad que su situación económica no volvería a ofrecerles jamás.
—Prosiga con la lectura —dijo el abogado.
«El mes de residencia que solicito comienza el día de hoy, si deciden aceptar mi propuesta. Goya se encargará de presentar sus renuncias y arreglar cuanto pendiente le notifiquen. Por sus informes sé que no tienen ustedes familiares que atender o asuntos de trascendencia crítica que los obligue a declinar. La decisión es suya.»
Y no era una decisión fácil, desde luego, por lo inaudito de tal generosidad, por lo extravagante de semejante capricho y, sobre todo, por la atmósfera de misterio que rodeaba a este benefactor anónimo y secreto. No obstante, el hombre tomó la mano de su mujer, fría y tiesa, y le pidió al abogado un momento para discutir el asunto en privado. La pareja se retiró a la habitación adyacente y volvió luego de un rato a colmar al hombre, seco e imperturbable, de preguntas en torno al inconcebible mes de reclusión. Para entonces había sacado ya de su portafolio las escrituras de la casa, así como un acta certificada que comprometía al benefactor a suministrar una generosa suma mensual a la pareja, y por ningún motivo reveló los motivos o propósitos de la absurda condición.
—Los desconozco —dijo el abogado—, y aún si los conociera no estaría en libertad para revelarlos.
El marido, que carecía de instrucción legal, mas no de la inteligencia necesaria para entender los papeles, analizó cada una de las actas con meticuloso escrutinio. No había estafa alguna. Todo era legal. No detectó un solo punto fuera de su lugar.
—Hay una cosa más —añadió el abogado— que no está estipulada en los papeles. A todo lo largo de su residencia, usted, señor M., y la señora habrán de dormir separados uno del otro.
Esta última revelación hizo que ambos, y especialmente la esposa, fruncieran el ceño todavía más.
—Quizás no sea… Tal vez no sea… —ella musitó entonces, sin apartar la mirada de su esposo.
La pareja hubo de retirarse de nuevo a la habitación contigua, y luego de considerable debate el hombre accedió a firmar cuanto papel el abogado le puso enfrente. Goya tomó nota de los asuntos que cada uno le encomendaba y al cabo de un rato guardó los papeles en su portafolio.
—Como bien saben, señor y señora M. —dijo entonces—, la residencia, por así llamarla, comienza ahora mismo. Debo pedirles que me acompañen a sus habitaciones, cada uno por separado. Le ruego que aguarde aquí, señora. Señor M., si es tan amable de seguirme.
El hombre se dejó conducir por el abogado, dejando a su esposa, no sin un beso y una sonrisa nerviosa, en el centro del salón principal. La mujer se sintió tentada por un momento a seguirlos, pero la proyección de cómo habría de decorar una casa tan grande ocupó de inmediato sus pensamientos, y antes de que volviera a aparecer la curiosidad el abogado estaba ya de regreso, invitándola con una seña a seguirlo, en dirección contraria al dormitorio de su marido, rumbo al ala poniente de la casa.
A la mujer sin duda le pareció todavía más extraño que el abogado la condujera, habiendo bajado las escaleras de un pasillo sumamente estrecho, al sótano, el sitio más recóndito de la casa. Y, sin embargo, pese a que se había mostrado más reticente que su marido a lo largo de todo el proceso, la intriga también la cautivaba. Al pie de la escalera, donde el pasillo se hacía acaso más amplio, el abogado se detuvo para cederle el paso.
—Después de usted, señora.
Apenas puso la mujer un pie en la penumbra del sótano, el hombre cerró la puerta, arrojándola al piso, un par de escalones abajo, ya en el interior de la cámara. No fue sino hasta que la mujer logró levantarse que notó la absoluta oscuridad del lugar en que —lo supo de inmediato— la habían encerrado. A tientas trató de localizar de nuevo la puerta por la que había entrado, y mucho más tarde cualquier otro lugar por donde pudiera escapar, conforme sus gritos se volvían cada vez más fuertes en la misma medida en que su pecho se congelaba de pánico.
Todo ello fue inútil. Todos los intentos que hizo a lo largo de los primeros días en busca de un resquicio por donde salir. Luego abandonó la esperanza. El sótano estaba vacío, completamente vacío, a no ser por el par de escalones por los que había tropezado al entrar, y con los que continuó tropezando al menos los primeros días de su encierro. Estaba también oscuro, sumido en una tiniebla tan profunda y absoluta que le era imposible a la mujer divisar las palmas de sus propias manos, por más cerca que las colocara de su rostro. Las primeras horas gritó, bramó desde el fondo de sus pulmones y, en efecto, desde el fondo de su alma misma el nombre tanto de Goya como de su marido, sin recibir más respuesta que el breve eco de su voz rebotando en el pasillo. Los primeros dos días al menos —o lo que ella calculaba dos días, puesto que aún no había encontrado modo de ver su reloj en la oscuridad o de medir de alguna manera el tiempo— lloró hasta quedarse dormida.
La exploración del lugar, a gatas y a tientas, no la había distraído de maldecir la hora infeliz en que llegaron a esa casa. Con todo, la mayor parte de sus pensamientos la ocupaba el imaginar por lo que estaría pasando su marido. A menudo se preguntaba si también él estaría a oscuras, si su tormento era distinto, si acaso seguía con vida. Cuando por fin se resignó a la certeza de que sus aullidos no servirían de nada, se esforzó en guardar el silencio más sepulcral que pudo, incluso conteniendo la respiración, con la esperanza de escuchar algún grito, alguna señal de vida de su esposo. En el curso de lo que a ella le pareció un día entero, no logró percibir nada. Dios quiera que siga vivo, pensó.
Las rondas en torno a la habitación, los lamentos, la búsqueda de alguna manera de escapar no comenzaban siquiera a describir la desesperación, la impotencia que sentía la mujer de encontrarse encerrada allí. Más tarde, sin embargo, descubrió una manera de calcular el paso del tiempo. Cada determinado intervalo —diez o doce horas, pensó— se encendía una luz en el pasillo de la escalera que alcanzaba a filtrarse por un minúsculo intersticio entre la puerta y el suelo. La primera vez que vio la luz encendida la mujer se arrojó a golpear la puerta, gritar el nombre de su esposo y suplicar que la sacaran de allí. Sus ruegos no tuvieron respuesta, ni durante el tiempo que la luz permaneció encendida ni cuando se apagó al cabo de un rato; por el contrario, el arrebato de esperanza la poseyó tan completamente que la hizo desperdiciar el único haz de luz, por delgado que fuera, que podía iluminar la carátula de su reloj de pulsera. Cuando la luz volvió a encenderse horas más tarde, sabiendo la mujer que de nada servía vociferar, notó que duraba exactamente una hora de cada doce, de las seis a las siete en punto cada mañana y cada tarde.
El primer día en que la luz se encendió fue también el primer día en que la mujer comió y bebió. La angustia, la desesperación y el terror, junto con las lágrimas que acompañaban cualquier pensamiento de su esposo, le habían hecho olvidar parcialmente el hambre y la sed. Al poco rato de haberse apagado la luz en la escalera, un par de objetos cayeron al suelo del sótano con un estrépito que hizo a la mujer temblar de pavor. Cuando se decidió a buscar, a tientas, lo que había caído, encontró en el piso una botella de agua y una hogaza de pan viejo. Comió y bebió, forzada por la necesidad, pero no sin temer en lo más profundo de su conciencia que el hambre y la sed la estuvieran obligando a probar lo que podía estar envenenado. El paso de los días disipó la sospecha, al tiempo que la mujer se preguntaba, sin obtener respuesta, de dónde caían el agua y el pan y por qué habían decidido mantenerla con vida.
Siete días más tarde —y lo sabía de cierto ya que ahora podía contarlos cada vez que la luz se encendía— escuchó los pasos inconfundibles de una persona que bajaba las escaleras. Al igual que el primer día en que se filtró un haz por la puerta, la mujer corrió a los escalones para azotar, gritar y pedir auxilio. No fue sino hasta que todo su aliento y todas sus fuerzas se terminaron que escuchó, en la penumbra total, la voz inconmovible de Goya del otro lado de la puerta.
—El día de mañana, cuando me escuche de nuevo bajar estas escaleras —dijo el abogado—, tendrá derecho por única vez a que le responda dos preguntas. Si llega acaso a formular una tercera, se quedará sin comida una semana.
Cuando hubo terminado, el abogado dio media vuelta y emprendió su regreso por el pasillo. La mujer, ligeramente recuperada, volvió a gritar y patear la puerta, aunque de nuevo fue inútil. Exhausta, pronto cayó dormida, y cuando despertó se dio a la tarea de meditar las dos preguntas que habría de hacer, puesto que, en su miserable situación, no tenía más remedio que buscar la mayor cantidad de información posible sin sacrificar su hogaza de pan.
La primera pregunta, y esto lo sabía bien, estaba destinada a saber de su marido, comoquiera que la formulase. El problema es la segunda, pensó entonces la mujer. ¿Cuándo vamos a salir de aquí? ¿Nos van a hacer daño, nos van a matar? ¿Por qué nos hacen esto y en qué momento se termina? ¿Encontraremos de nuevo la paz de la que gozábamos, pobres y desdichados en el mundo exterior? ¿Cuánto más tendremos que sufrir? Todas estas, sin embargo, le parecieron preguntas que el abogado «no estaría en libertad» de responder, como había dicho aquel día maldito hace tanto, pensó la mujer, o que no contestaría con la verdad. Durante horas siguió pensando hasta por fin escuchar los pasos del hombre que descendía las escaleras. Al llegar al pie, en la embocadura misma del pasillo, tocó la puerta.
—Sus preguntas —dijo el abogado.
—¿Está sano y salvo mi marido? —preguntó ella, apenas pudiendo controlar el temblor de sus manos.
—Está vivo.
La mujer suspiró. Las lágrimas brotaron de sus ojos, y aunque contempló por un instante decirle al abogado que eso no era lo que había preguntado, tuvo que contenerse por miedo a perder la oportunidad de la siguiente pregunta.
—La segunda —dijo él en el mismo tono de voz frío y, claro para entonces, desalmado.
Y, sin embargo, la mujer no podía pronunciarla. Los sollozos le habían arrebatado la voz, y la ráfaga de pensamientos que sucedió a aquella primera revelación le hizo olvidar todas las alternativas que había contemplado. Si está vivo pero no salvo y sano, pensó, ¿le estarán haciendo daño? ¿Lo habrán sometido a algún experimento enfermo? ¿Tendrá hambre o sed o sueño? ¿Podrá ver o moverse? ¿Estará de algún modo lo suficientemente consciente como para estar preocupado por mí? ¿Sabrá acaso si estoy viva?
—La segunda pregunta, señora.
Ella tardó en serenarse. El abogado ya daba la vuelta y subía el primer escalón.
—¡Espere!
Se detuvo. Hubo silencio.
—¿Qué… qué pasa… qué pasa cuando se prende la luz?
La mujer escuchó al abogado respirar hondo del otro lado de la puerta. No contestó de inmediato. El hombre subió otro escalón.
—Es la hora del día en que se tortura a su esposo.
Dicho esto, la mujer rompió en un llanto incontrolable y no alcanzó a escuchar al abogado alejándose escaleras arriba.
Sus súplicas tuvieron el mismo efecto que los días pasados. Durante horas lloró y golpeó la puerta hasta perder toda sensibilidad en los puños. Luego cayó rendida sobre los escalones.
La primera vez que la luz se encendió desde entonces, desde el momento en que la mujer descubrió su significado, fue también la primera en que deseó permanecer a oscuras el resto de su vida, de ser necesario. Sintió el corazón petrificársele en el pecho, y aunque gritó «¡No, por favor! ¡Por piedad, no lo lastimen!», o ruegos semejantes, a todo lo largo de aquella hora, la luz se apagó exactamente a las siete, tal como los días previos, sólo para volver a encenderse medio día más tarde. La rutina de tortura prosiguió con implacable rigor los días subsecuentes, importando poco que la mujer se hubiera entregado ya por completo a las plegarias dirigidas al más misericordioso de todos los dioses en el cielo. En el medio de sus rezos se infiltraban inevitablemente las conjeturas al respecto del tormento que sobrellevaba su esposo. Si la luz se encendía cada doce horas, era por tanto lógico concluir que continuaba con vida cada vez que esto pasaba, y consiguientemente que la tortura era lenta y agónica; por dolorosa que fuera, sin embargo, debía por fuerza ser lo suficientemente moderada como para mantenerlo vivo hasta la siguiente tortura. Se imaginó todo tipo de martirio físico que pudiera durar una hora de cada doce y no matarlo, desde el recuerdo de aquellos hombres que le arrancan las uñas a sus víctimas con ayuda de pinzas o alicates de punta hasta los potros de tortura y los más complejos aparatos de la Inquisición. Con todo, la mujer seguía rezando, y al cabo de un tiempo llegó a detestar aquel rayo de luz, a temerlo con todo su ser, a rogar por que nunca jamás volviera a encenderse, a aterrarse por el paso de cada una de aquellas doce horas como si la tortura fuera la suya misma.
A los veinte días de encendidos y apagados de luz, poco después de haberse extenuado el llanto de la última tortura, a la mujer se le ocurrió de repente que cabía una posibilidad, si bien mínima, de que a su esposo dejasen de torturarlo. Después de todo, tanto el autor de la carta como el abogado habían prometido que la reclusión duraría un mes, y comoquiera que fuera dicho mes estaría próximo a cumplirse. La esperanza no era grande, pero era todo lo que la mujer tenía para aferrarse, y decidió establecer un límite de diez días más para conservar la expectativa. Rogó a todos los cielos le concedieran a su esposo la fuerza, la paciencia y el valor necesarios para soportar otros diez días de suplicio, al cabo de los cuales, si no es que antes, la providencia tendría a bien liberarlos de su castigo.
Pasaron los días, y aquel rayo de luz que se filtraba por la puerta cada doce horas exactas penetraba en los ojos de la mujer como una astilla, sabiendo ella el dolor que significaba, cada uno de ellos clavándose en su mente como una nueva herida en el cuerpo de su esposo, una llaga en su rostro, un azote en la espalda, un hueso roto o una falange de menos, una serie de agujas perforando cada globo ocular o las burbujas de un ácido lacerando su piel. Y, sin embargo, el absoluto silencio del otro lado de la puerta, tanto en horas de oscuridad como en los minutos eternos que duraba encendida la luz, le daba a la mujer la esperanza, la fuerza suficiente para esperar la llegada de aquel décimo, y ciertamente arbitrario, día.
El penúltimo fue para ella el más largo de todos. Recibió como siempre la hogaza de pan y la botella de agua, y resistió entre plegarias las dos horas que permaneció encendida la luz. Al apagarse la última, a las siete en punto, la mujer se puso de pie y no volvió a sentarse o acostarse, impaciente, en el curso de las doce horas que siguieron.
—Esa fue la última herida, mi amor —decía en voz alta—. Ya no habrá otra más.
Doce horas pasaron. La mujer, con las manos entrelazadas sobre el pecho y dando pasos nerviosos por toda la habitación, esperaba el momento en que la puerta se abriera.
En la oscuridad, al dar las seis en punto en su reloj de pulsera, la luz volvió a encenderse.
La mujer cayó de rodillas. Soportó el dolor en el corazón los siguientes sesenta minutos. Al apagarse la luz se quitó el cinturón y, a tientas, se colgó de una viga en el sótano.
Al día siguiente se abrió la puerta de la habitación del hombre en el ala oriente de la casa. El abogado se adentró en la pieza, pequeña y aislada, pero de paredes blancas y bien iluminadas, para encontrar al esposo sentado y tranquilo en una esquina del cuarto. En su cuerpo no había el más mínimo rastro de tortura física, si bien se notaba débil y consumido por la falta de alimento.
—Señor M. —dijo el abogado—, hoy podría usted salir de este cuarto si tan sólo fuera tan amable de responderme unas preguntas.
El hombre lo miró con odio, pero apenas tenía fuerzas para levantar la cabeza.
—Ya le dije… —musitó el hombre— a la otra persona… que no quiero la casa… Sólo quiero ver a mi esposa…
—Limítese a contestar las preguntas que yo le haga, señor —interrumpió el abogado con voz serena pero imponente—. Tal como le fue prometido, en cada pared de esta casa estará escrito su nombre y el de su mujer.
El esposo tenía la boca seca, pero no se atrevió a pedir un trago de agua.
—Dígame, señor M. —continuó el abogado—. ¿En qué consistió su residencia?
El hombre tardó en responder.
—Si ya lo sabes… ¿qué caso tiene?
—Conteste la pregunta.
Transcurrieron unos segundos en lo que el marido reunía fuerzas para hablar.
—Me encerraron aquí —dijo por fin—. Y me dieron un poco de agua cada dos días y un poco de pan cada cuatro.
—¿Cuánto pan le dieron?
El hombre volvió a mirar al abogado con odio.
—Muy poco —respondió.
—Ya sabe a lo que me refiero —dijo el abogado—. ¿Cuántos pedazos de pan le dieron cada cuatro días?
—Dos.
—¿Y eran los dos para usted?
El hombre no respondió.
—Conteste, señor M. ¿Cuáles fueron las indicaciones que le dieron? ¿Eran los dos para usted?
—No —dijo el hombre.
—No, no eran los dos para usted —confirmó el abogado—. Le dijeron que uno era para usted y el otro para su esposa. Le dijeron que debía reservar el segundo para su esposa, ¿no es así?
El hombre desvió la mirada y fijó sus ojos en la pared.
—Sí.
—Y al principio, según me informan, señor M. —prosiguió el abogado—, usted se limitó a comer su pieza de pan, a tomar su propia botella de agua, sabiendo que lo que usted dejara intacto se le haría llegar a su esposa.
—Así es —contestó él, con la mirada aún fija en la pared.
—Pero luego, ¿qué pasó? —inquirió Goya. El marido cerró los ojos, no respondió—. Le voy a decir lo que pasó luego, señor M. Luego usted se comió los dos pedazos de pan, el suyo y el de su esposa. Los dos, sabiendo que ella pasaba tanta hambre como usted. Sabiendo que pasarían ocho días sin que ella viera un pedazo de pan. Usted se comió el de los dos. ¿No es así?
Hubo silencio.
—¿No es así?
—¿Qué iba yo a hacer…? Dime… ¿qué iba yo a hacer…?
—¡Qué ibas a hacer! ¡Te voy a decir lo que pudiste haber hecho!
El hombre rompió en llanto. Goya arrojó al suelo su portafolio, tomó al hombre del antebrazo y lo arrastró fuera del cuarto, jalando su cuerpo por toda la casa hasta llegar al ala poniente, donde lo levantó para descender el pasillo rumbo al sótano. Al pie de la escalera, frente a la puerta cerrada, el abogado le dijo:
—Tu mujer está allí dentro, pensando todo este tiempo que a ti se te estaba torturando.
El abogado soltó entonces al hombre, que cayó sin fuerzas al suelo; luego sacó una llave y dio vuelta al cerrojo.
—Cuando se abra esta puerta —le dijo al hombre que lloraba al pie de la escalera—, piensa en todas las veces que pudiste haberle cedido tu pieza de pan.
La puerta se abrió con un crujido.
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